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lunes, mayo 20, 2024
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Pantera

Por Natalia Milocco

Una noche, después de la clase de danza, salimos con ganas de comer. Marcos ofreció su casa, un monoambiente sobre calle Corrientes, contrafrente, apto oficina. Marcos vivía en  una caja de zapatos con muebles de juguete, o reciclados, pinipones, unicornios, y el auto de Barbie. Usaba ropa desteñida o de segunda mano que compraba en el Ejército de Salvación: ropa de muertos, decía mi hermana. Estaba flaco y pálido, no gastaba, creo que porque no le alcanzaba y tenía una norma interna: no llamar ni pedirle a nadie. En las alacenas solo había masitas saladas, arroz, latas de picadillos, café y yerba para el mate. Contamos cuántos comían para pedir pizza y había que bajar a comprar una cervezas, antes que el kiosco de la esquina cerrara. Julieta necesitaba fumar y juntó la plata, Fede le pidió puchos, Marcos también. Acompañame, me dijo.

Desde que habíamos salido del profesorado, ella había caminado junto a mí, demorando el paso, pidiéndome que nos alejáramos un poco, porque no quería que todos escucharan. Había faltado a unas clases, es que había tenido unos días malos, llorando, dijo, tirada, no sé, mal. A mí me gustaba que ella quisiera contarme cosas solo a mí, y que dijera “acompañame”. Porque Julia era más grande, se vestía bien, no sé qué quiere decir la palabra “bien”, sabía combinar cosas, lo viejo y lo nuevo, cosas que nadie tenía, como de otro país, yo que sé, y tenía esos pelos con forma de helecho. Ella llamaba la atención, como si tuviera un cenital encima todo el tiempo, y el profesor de clown, la prefería, y yo amaba al profesor, por decantación también la prefería a ella, porque si ella me prefiere, él también va a hacerlo, y quizás también me ame.

Julia tenía en su pelo una selva tropical con tucanes, colibríes, y escarabajos gigantes. Hablaba como un oráculo, sus palabras parecían venir de otro lugar, un lugar al que se llega por pasadizos oscuros, trazados por alguna orden secreta con un ojo dentro de una pirámide y rayos. En el pelo de Julia también había un santuario, con velas, caracoles, ofrendas, cintas rojas, la estatua de una mujer con un manto azul podría ser una virgen o algo parecido.

Pensé que había empezado en el ascensor, pero creo que lo que sucedió esa noche, empezó a gestarse antes. Desde que salimos de la escuela ella quiso estar lejos del resto, yo había tomado eso como una necesidad de confidencia, todos nos habíamos dado cuenta que algo pasaba, Ana sabía algo, poco, había dicho la palabra mal y la palabra triste, capaz también dijo depresión. Y ahora creo que empezó a pasar ahí, caminando por las veredas angostas y sucias del microcentro. En el ascensor, quizás, empecé a sentir esa especie de imán que se le activaba a veces. Pienso que algo de ese espacio mínimo permitió eso, que ella hubiera podido ocuparme la cabeza y todo el cuerpo.

Cuando volvimos, los que faltaban ya habían llegado, no había sillas, poco lugar. Marcos tiró unos almohadones y unas mantas y nos sentamos ahí. Hicimos una ronda, pero ella movió los almohadones un poco más hacia el rincón, y ahí la ronda quedó deformada, como la figura de una ameba o algún organismo unicelular. Recuerdo sentir las ganas de volver a pertenecer a esa ronda, pero los ojos de Julia se volvieron puntudos, como si tuviera chinches que clavan papeles en la pared de corcho, pero se clavaban en mí y me dejaban en esa zona deformada en la que no se entiende bien qué es adentro y qué afuera, y la voz de Julia… una voz que salía como del estómago, y podía ser al mismo tiempo susurro y estruendo.

El resto de la noche quedó como música de fondo: gente riendo, murmullos, creo que alguien tocó la guitarra, un porro pasando a un lado y otro de la habitación. Y yo, queriendo estar en esa fiesta, pero al mismo tiempo sintiéndome atrapada en un territorio extranjero donde no conocía ni su lengua ni sus leyes.

Empezó diciendo que yo sentía cosas igual que ella, solo que no me animaba a asumirlo y dejar que todo eso entrara en mí. Me habló del número místico, dijo que era el 9 y el púrpura o el violeta, no sé si hay diferencia, pero forman parte de esa misma sagrada familia. Le dije que siempre viví en el 9, y ella dijo sin sorpresa: claro. 

A ella le gustaba la palabra destino y la palabra providencia. Otras, insistía con la palabra  etéreo y esotérico. Esa noche estaba con otra palabra: inexplicable. Ella lo decía así: lo inexplicable. Atesoraba eventos, cosas que de alguna manera pertenecían a esa especie de realidad paralela, como si fueran manifestaciones de otro mundo. Como la vez que estaba en Bariloche y al bajar del colectivo sabía lo que había detrás de una hilera de árboles, ella dijo: no sé por qué lo sé, pero lo sé, detrás de esos árboles hay un claro y un monolito. Y me dijo: yo sabía que había estado ahí pero esa era la primera vez que viajaba al sur. O como la vez que entró a una tienda a comprar sahumerios y el tipo de la santería, le agarró las manos y le puso una piedra adentro, la piedra empezó a vibrar, ella sentía el movimiento, y ninguno de los dos estaba sacudiendo nada, después le soltó las manos y le dijo: Julia es tu nombre ¿no cierto? Tus amigas ya tomaron una decisión, vos todavía no lo hiciste. 

Una vez volvió de unas vacaciones con el novio, pasaron por la casa de una tía, tenía que quedarse ahí a cuidarla no sé por qué, y desde que entró a la casa empezó a sentirse rara, el novio le preguntó: ¿Qué te pasa? Estás rara. Ella quiso preguntar también, a quién dijo, a quién le pregunto qué me pasa. Y se rió, caminó distinto, se sacó la ropa, la fue tirando por el pasillo mientras caminaba hacia el baño. ¿Qué te pasa? Volvió a preguntarle pero ella no podía responder se sentía muda y al mismo tiempo se reía. ¿Qué tenés en la cara? Cuando llegó al baño  miró su rostro en el espejo, estaba cambiado sin dejar de ser el mismo, es como si se le hubiera mezclado otra cara con la de ella, y esa otra cara le hablaba desde la fusión con su cuerpo. 

  • Pero ¿Cómo?
  • Ya te dije: inexplicable.
  • Pero…
  • Era alguien, ahí había alguien más.
  • No me mirés así, alguien más que estaba usando mi cuerpo.
  • Para…
  • Sí, para decirme algo – y se sonrió- o quizás para decirte… algo… – volvió a reírse – no te asustes, no te asustes.

Tarde.

Me asustaba Julia, y todas las que vivieran dentro de ella, y que salieran y que pensaran, ella, o todas, que yo también podía sentir esas cosas, y por favor que nadie se pronuncie esta noche, dije mirando al cielo.

Subí los 9 pisos, repitiendo eso como un mantra: que nadie se pronuncie esta noche; dejé las llaves en la mesa, intenté hacer lo de siempre, ponerme el pijamas, ir al baño. Hice lo de siempre como si en ese paso a paso yo me asegurara una vida normal, como si en esa rutina, esa especie de danza de los detalles yo pudiera atar mi vida a algo que coincida con la palabra: realidad. Acerqué mi rostro al espejo, solo iba lavarme la cara y revisé cada uno de mis rasgos, tuve miedo de ver una pantera.

¿Debo hablar de la pantera? 

Terciopelo negro confundiéndose con la noche, sus ojos parecen estar hechos de lo mismo que los míos, habita en lo profundo del espejo del botiquín del baño de la calle Montevideo y Buenos Aires.

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