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Las migajas

Por Santiago Alassia

 El murmullo de la gente que va llegando crece en una masa informe de la que apenas se distinguen, en espasmos irregulares, un chiflido, el tono agudo de una carcajada o el grito corto de un llamado a la distancia. Los tablones pelados se ubican a lo largo del perímetro de la cancha de básquet, sobre caballetes de hierro que inevitablemente rechinan y se tambalean al menor movimiento. Los que llegan se instalan donde pueden según el espacio disponible. Los puestos se suceden unos a otros sin orden aparente: ropa usada, artesanías, comida casera, viejos utensilios domésticos y antigüedades.

Cada cual habita y decora su rincón con lo que tiene a mano. Hay carteles y letreros escritos con fibrón o con birome. La sucesión de manchas y colores contrasta con el piso gris de la cancha de básquet. Los pocos escalones de la única tribuna de cemento, también grises, están vacíos. Las columnas que sostienen los aros están descascaradas. Los aros no tienen red.

Al lado de la columna que da al portón de entrada, sentada en una reposera, una vieja teje y oye música. La música sale desde una radio portátil. Teje sin pensar, repitiendo mecánicamente unos movimientos que ha aprendido de pequeña. Tiene frío, quisiera caminar para calentarse un poco, pero no puede dejar su puesto sin atender. Se lamenta en silencio por no haber aceptado el ofrecimiento de su nieta para acompañarla. Al menos ahora tendría con quién hablar y tomar mates, piensa. Eso también podría calentarla. El frío que entra por el portón abierto le cala los huesos. Entre las chapas del techo hay agujeros y rendijas por donde se filtran delgadas lonjas de luz sucia. La vieja sabe que afuera el día sigue nublado. Quisiera ir a pedir que cierren el portón pero sabe que es absurdo, todos están aquí para vender o conseguir algo que les sirva, ¿Quién se animaría a entrar a un lugar cerrado? Además, es necesario mostrar la mercadería.

La vieja atiende un puesto en el que ofrece porciones de una torta que ella misma preparó la noche anterior. Las porciones se ubican en bandejitas de cartón. La vieja no ha tenido tiempo de escribir las etiquetas con los precios, pero cree que es una buena táctica dejar que los clientes se acerquen a preguntar.

No hay moscas. La vieja ha reparado en este detalle y, justo cuando está pensando en que no hay mal que por bien no venga, ya que evidentemente el frío ha impedido que se acerquen, aparece el primer cliente. Es un viejo. Lleva un bolso azul que le cuelga de un hombro. El bolso parece repleto y pesado, el viejo se esfuerza por mantenerse erguido.

– ¿De qué son? –pregunta el viejo, cabeceando hacia las tortas.

– ¿Cómo? –responde la vieja.

– Esa, ¿tiene canela?

– No.

– ¿Y qué es?

– ¿Qué cosa?

– Ese polvito de arriba.

– Limón. Rayadura de limón.

– Ah… ¿Cuánto sale la porción?

La vieja sonríe. Piensa en la decisión de no mostrar los precios.

– Cuatro –dice la vieja.

– ¿Cuatro pesos?

– Patacones. ¿Tiene pesos?

– No.

– Si tiene pesos se la dejo en dos.

– No tengo.

– Cuatro entonces.

– Mmm. ¿Esa qué tiene?

– ¿Cuál?

– Esa. ¿Dulce de leche?

– No. Es bizcochuelo.

– ¿Sin nada? ¿Bizcochuelo solo?

– Sí, bizcochuelo. Muy rica.

El viejo se agacha un poco, acerca la nariz a la bandejita. Huele la porción de torta.

– ¿Qué hace? –pregunta la vieja, sorprendida.

– Nada. Miro.

– No toque si no va a comprar.

El viejo se queda unos segundos mirando las porciones de torta, y después busca algo en el bolso. Abre el cierre, mira, revuelve unos paquetes. Luego mira otra vez a la vieja, y a las tortas. Señala, con un dedo grueso y arrugado, una porción más chica.

– ¿Esta también sale cuatro?

– Todas lo mismo. Son todas iguales. Cuatro la porción.

– A mí me parece que esta es más chica…

– No. Sale cuatro.

– Tengo medias.

– ¿Cómo?

– Ando vendiendo medias. ¿Quiere ver?

El viejo abre el bolso y empieza a sacar paquetes de nylon con pares de medias. Los va colocando sobre el tablón, al lado de las porciones de torta. Son medias de lana, con dibujitos colorinches. La vieja espía por encima de los lentes.

– No, gracias. Ya tengo –dice la vieja.

– Buena calidad. Para el frío vienen bien. Mire, mire. Toque si quiere. Para el frío, doña.

– ¿Qué doña?

– Mire, mire

– No, no. ¿Para qué quiero medias?

– Son irrompibles.

– ¿Cómo irrompibles? Si se enganchan, se rompen.

– Bueno, doña, pero tampoco hay que andar por ahí enganchándose las medias, ¿eh?

El viejo inclina la cabeza y le guiña un ojo. La vieja se ofusca, quiere terminar con la situación.

– Basta, le dije que ya tengo. Deje nomás –dice la vieja.

– Mire, toque. Mire éstas, qué calentitas.

El viejo insiste en darle un par de medias. La vieja finalmente accede. Agarra un par. Lo desdobla. Toca las medias. Las estira. Las huele.

– ¿No serán usadas?

– Pero no, doña. Primera mano.

– Sí, primera mano…

– Se las cambio por un pedazo de torta.

– No, no…

– Le doy dos pares. Por una porción.

– Uhm… A ver, espere un minuto.

La vieja se da vuelta, se agacha y busca algo en una bolsa que está detrás del tablón, junto a la columna descascarada donde ha apoyado la reposera. El viejo agarra una porción de torta y muerde un gran bocado. Mastica y traga con apuro. Vuelve a morder. Mastica y traga, más apurado, cuidándose de no ser visto. La vieja se incorpora y al principio no entiende. Ve que el viejo se tapa la boca. Ve sus gestos grandes, su masticar atolondrado, su disimulo al querer buscar algo entre las medias. Ve las migas en la bandejita de cartón y la mano del viejo tratando de esconder una porción mordida en el bolsillo.

– ¿Qué hizo? –dice la vieja.

Y sin esperar respuesta, con la aguja de tejer empieza a pegarle al viejo en la cabeza. Se oye un zumbido que surca el aire cada vez que la aguja cae sobre el viejo, que intenta atajarse con un brazo.

– ¡Asqueroso! ¡Viejo chorro! –grita.

El viejo empieza a toser. El rostro se le pone colorado. Tose cada vez más fuerte. Se ahoga, trastabilla, se apoya sobre el tablón. Dos o tres porciones de torta caen al piso. La vieja le sigue pegando hasta que se asusta y suelta la aguja. El viejo parece a punto de tener un paro cardíaco. Se estremece, cae sobre las rodillas, quiere pedir agua y aire pero la voz se le entrecorta en un bufido ahogado. Termina de caer y sus manos arrastran el tablón y los caballetes, provocando un estruendo que retumba en todo el salón. El murmullo general desaparece. Dos o tres muchachos llegan corriendo.

– ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? –gritan. Enseguida lo dan vuelta boca abajo y aparece otro que dice que no, que es mejor hacerle flexionar las piernas. Entre todos le dan golpecitos en la espalda. Miran a la vieja, que se larga a llorar.

A la tardecita ya no queda casi nadie. La vieja y el viejo están sentados en el puesto de tortas, junto a la columna descascarada. La vieja en su reposera, el viejo en un banquito que ha conseguido de otro puesto. En la bandejitas de cartón sólo quedan algunas migajas dispersas. No hablan, oyen la música que sale desde la radio portátil. La vieja no teje. Cada tanto, el viejo la mira de reojo. En el piso, entre el viejo y la vieja, el bolso abierto. Asoman, desordenados, varios pares de medias

– ¿Tiene guantes? –dice de pronto el viejo.

– ¿Cómo?

– Si tiene guantes. De lana. Para el frío, digo.

– No.

Entonces el viejo busca en su bolso. Se estira, resopla, saca un par de medias de lana y unas tijeras. Empieza a cortar. La vieja lo mira, sin entender. El viejo hace un tajo en cada media, en la parte del talón, de manera que quede un pequeño agujero. Luego se

las pone en las manos. Saca los pulgares a través de los agujeros. Mira a la vieja.

– Para el frío, sirven –dice. Se los quita y los ofrece a la vieja.

– Gracias –dice la vieja, y se mete en la boca un último bocado de torta. Luego agarra los guantes que acaba de alcanzarle el viejo. Se los pone. Se mira los dedos pulgares. Mueve la cabeza. Parecería estar asintiendo. Dice al viejo: – ¿Cómo dijo que se llamaba?

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