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Reflexiones bibliófilas

Por Federico Ternavasio

Toda persona a la que le gusta leer tiene su propio mito iniciático de aquel momento en el que descubre el amor por los libros.

En mi caso fue más que un libro, fueron una serie de momentos de encuentro con los libros.

El episodio más remoto fue en la infancia. Nos mudamos a la casa de mis abuelos. Era la casa que antes había pertenecido al Dr. Kaufmann y su familia. Cuando se vendió la casa dejaron una biblioteca con sus libros. La mayoría eran de medicina, pero puedo evocar el recuerdo del olor a libro viejo y de la fascinación por esos tomos y sus ilustraciones.

También habían dejado en la casa un piano. ¿Qué diría un psicólogo si sabiendo esto ahora me viera, más o menos treinta años después, escribiendo al lado de un piano y rodeado de mis libros?

Ese recuerdo tiene que ver con cierto gusto por los libros como objetos. Sólo en los episodios siguientes vino la lectura.

Una tía de mi vieja nos llevó a mí y a mi prima a asociarnos a la biblioteca pública del pueblo. El primer libro que saqué de la biblioteca fue uno de la colección Elige tu propia aventura. Era una especie de relato sobre la tragedia del Titanic, contada desde la perspectiva de un pasajero. Pero fue una experiencia frustrada. Como ya sabía por la película lo que iba a pasar, muy temprano en la novela decidí alertar al capitán del barco sobre un tempano de hielo que me pareció ver a la distancia. El capitán me hizo caso –es decir, le hizo caso al personaje con el que uno participaba en la narración-, y el barco se salvó. Aprendizaje: las elecciones correctas y racionales no suelen ser las que desencadenan esas aventuras dignas de una novela.

Encontré los libros y el amor por los libros primero, la literatura después. Era una especie de atracción por el libro como artefacto. Casi, diría, como tecnología. Una tecnología que se me presentaba arcaica y a la vez accesible. Como si accediendo a algún libro inesperado yo pudiera encontrarme de pronto con algo fantástico, fuera de lo ordinario.

A la vez creo que los libros me representaban cierta idea de adultez, de intelectualidad. Y como yo, tengo que confesarlo, era un poco insoportable, quería adquirir ese estatus a través de los libros.

La lectura es otra historia. La lectura llegó en la secundaria, con una docente que supo acompañar esa búsqueda mía como lector y me prestó libros. Confieso que todavía tengo acá en mi biblioteca la Odisea de Homero que esa docente me prestó. Es un gesto que quienes nos dedicamos a la docencia aprendemos a tener. Prestar libros al estudiantado es profundamente significativo. También, ahora lo sé, se prestan ciertas ediciones de esos libros. Porque sabemos que lo más probable es que no vuelvan, y sabemos también que los libros son una herramienta para nuestro trabajo -y para todo trabajo intelectual- y por mucho amor a la docencia que se tenga, tampoco la pavada.

La lectura se aprende también en diálogo. Cuando encontramos esas amistades con las que se comparten intereses artísticos, filosóficos o políticos, la lectura se vuelve una especie de puente mental, de vehículo intelectual para crear ideas nuevas. Mi historia con los libros siguió y sigue, pero no es tan interesante como para ocupar una contratapa completa. El tema de los libros sí.

Muchas veces se dice que el libro es el aparato perfecto. En general, uno puede transportarlo, revisitarlo, intervenirlo, compartirlo. Con un poco de luz uno puede acceder a la lectura. Incluso ante la ceguera el sistema braile encuentra refugio en el libro, aunque con encuadernados de un porte algo mayor que los libros para videntes.

El libro enfrenta los peligros del agua y el fuego. Ya sabemos que los regímenes totalitarios recurrieron al segundo para depurar las bibliotecas de aquellos libros que tildaban de peligrosos por resultarles antipáticos.

Se me ocurre que un mecanismo totalitario más refinado, quizás el mecanismo utilizado en el presente, puede ser el de sepultar los libros indeseados en el olvido. Y qué mejor forma que sepultar los libros realmente significativos en una montaña de libros vacíos.

Para decirlo sin metáforas, el peligro mayor que enfrenta el libro es su propia “industria”.

Como ocurre paulatinamente con todo aquello que los humanos creamos y valoramos, el libro se ha vuelto una industria y un mercado, en el peor de los sentidos de esos términos.

Un producto fabricado por una industria voraz, destructiva, extractiva; un mercado de monopolios, de productos que son novedades pero son siempre iguales, un mercado de precios inflados y de contratos basura.

Siempre sorprende, a la gente ajena al mundo de las letras, saber que ningún autor o autora puede vivir de escribir libros. Ni siquiera los que venden mucho. Casi la totalidad del precio de un libro queda en manos de la editorial. Y el mercado editorial pertenece a dos o tres empresas monstruosas, dueñas de cientos de sellos. Lo más probable es que en el estante de una librería uno se encuentre con seis o siete editoriales diferentes. Pero también lo más probable es que casi todas esas editoriales sean propiedad de un mismo grupo empresarial.

Existe además hoy una crisis del papel en Argentina. La industria local del papel está en manos de un par de empresas que tienen, por lo tanto, capacidad de fijar precio y condicionar a las editoriales.

Se habla de un aumento de precio de un 140 o 150% del papel obra o ahuesado –como se intuye, insumos básicos para hacer un libro-, y de un aumento del 300% en papel ilustración, utilizado en general para la producción de libros infantiles.

Los dueños de la mayoría del mercado no sufren repercusiones, pero los y las amantes de los libros y de la lectura saben que rara vez son esos monopolios los que editan los libros que vale la pena leer. Entre los miles de libros que pueblan cualquier librería céntrica en una ciudad mediana, se sabe que tres cuartas partes son libros más o menos descartables, que apuestan a una venta rápida y a la posterior desaparición. Los buenos libros se venden poco, pero se venden sostenidamente a lo largo del tiempo, un tipo de inversión que hoy pueden soportar sólo las grandes editoriales.

Estas grandes empresas tienen una lógica predatoria en tanto acaparan el mercado y, también para sorpresa de muchos, queman más libros de los que venden. Porque bueno, hay que hacer espacio en los depósitos. Los precios estratosféricos amortiguan lo que se pierde en el fuego.

Si alguna vez les ha llamado la atención el ritmo con el que aumentan los precios de los libros, esto se debe a que se suelen hacer aumentos antes de que sea necesario, previendo los movimientos en los mercados, en tanto hay cierto lapso de tiempo entre el momento en que alguien compra un libro en la librería y el momento en que esa librería le rinde el dinero a las editoriales.

Por suerte para quienes estamos enfermos de bibliomanía y de lectura compulsiva, en Argentina existe un nutrido movimiento de editoriales independientes. Algunas más grandes, otras minúsculas, todas producen un catálogo cuya autoría responde a la apuesta estética y política de esos grandes hacedores invisibles de la cultura que son los editores y las editoras. Un rol que refiere a la persona que decide qué se publica y cómo, y que no debe confundirse con el rol de ser dueño de una editorial, aunque para el caso de las editoriales independientes esos roles suelen coincidir.

Editoriales que hacen libros industriales (es decir, que contratan una imprenta), editoriales cartoneras (que se trabajan mancomunadamente con cooperativas que reciclan cartón), editoriales artesanales (que fabrican los libros encuadernando a mano), editoriales que experimentan con los materiales (que imprimen en materiales inesperados, que utilizan formatos novedosos): son ellas las que hoy hacen auténticos libros, aprovechando la posibilidad de la venta online y de las innumerables ferias a lo largo del país. Tenemos que agradecerles a ellas que el libro goce de buena salud, pero hay que acompañarlas frente a la amenaza que les representa el precio prohibitivo que alcanza el papel.

Aunque sea para darle vehículo a ideas lamentables, hasta las derechas radicalizadas e incluso los entusiastas de la frivolidad y del individualismo -es decir, los entusiastas de la superación personal- encuentran en el libro un objeto medio valioso para llegar a sus públicos.

Las tecnologías que quisieron reemplazar el libro se frustraron. Intentaron todo: sumarle olor a libro, poner animaciones que emulan la vuelta de las páginas, ofrecer miles y miles de libros en un solo objeto. Sin embargo el libro tradicional permanece.

El libro. Offline, analógico, inalámbrico, inflamable y permeable. De la mano de una docente. En la casa de algún familiar. En una biblioteca pública. Como artefacto mágico y herramienta de trabajo. Quizás con algo de esfuerzo lo salvemos de quienes quieren explotarlo y logremos que siga estando ahí para darle la bienvenida a nuevas bio-biblio-grafías.

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