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sábado, julio 27, 2024
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Sólo deseaba una cosa

Por Nicolás Marcucci

Seguía sin encontrar habitación, esto significaba que seguía durmiendo en el sillón del living en la casa de unos amigos. Las entrevistas eran agotadoras y por lo general no bajaban de diez o doce postulantes. Había barajado la idea, un tanto lejana aún, de cambiar de ciudad. Irme a Leipzig o Münich si la cosa no mejoraba. Tampoco sabía si yéndome mi suerte iba a cambiar, aunque siendo totalmente honesto, no me importaba demasiado. Comencé a trabajar los primeros días del mes de abril y eso me permitió evadirme al menos por cortos períodos de tiempo. Además de la limpieza, pasaba la mayor parte de las horas del día arriba de una bicicleta eléctrica llevando pedidos de acá para allá; recorriendo calles viejísimas de adoquines grises, sin bordes, muy gastados y otras tan nuevas que por momentos parecía que el cemento aún estaba fresco y que la última mano de pintura que marcaba la bicisenda había sido ese mismo día, solo un par de horas atrás, conservando ese brillo característico; posponiendo su opacidad siempre para mañana, el que se suponía, también iba a llegar Godot.

Estaba enfrascado en la lectura de Chandler. Me costaba creer que Terry Lennox hubiera matado a su esposa con una estatuilla y antes de suicidarse dejara escrita su confesión –en eso estaba con Marlowe–, como tampoco entendía ciertos pedidos de los clientes en el trabajo: dos paquetes de cigarrillos y una bebida energizante para un muchacho que estaba comiendo una pizza en un bar; un test de embarazo un sábado a las once de la noche acompañado de un vino tinto; tres cartones de cigarrillos rubios para una paciente que me esperó en silla de ruedas y con el suero colgando, afuera del hospital. No había que hacerse muchas preguntas. Simplemente tenía que entregar las bolsas sin chistar y aceptar que Lennox era un asesino que escapó a Tijuana engañando a Marlowe. Había que tranquilizar a Eileen Wade y no aceptar su dinero y dejar que Roger, su marido, apareciera por su cuenta, de madrugada medio desnudo y borracho y se tumbara con un ruido seco en los arbustos de su casa y se desintoxicara y descansara lo suficiente para seguir escribiendo novelas históricas mediocres, primeras en las listas de best-seller

Acepté todo aquello y también acepté con dulce resignación que esa deseada pieza de departamento no llegaría jamás. Lo mejor es no esperar absolutamente nada, pensé, aprender a vivir con cierto escepticismo para que cada sensación posterior sea sincera y absoluta y nos llene o nos vacíe por completo. Aprender a desembarazase de ilusiones también es trabajo de todos los días. Marlowe lo practica mejor que nadie hasta rozar lo melancólico, por no decir lo absurdo. En medio de una sociedad corrompida por el dinero, el crimen organizado y la complicidad política, él es el único que no se contamina: trabaja por veinticinco dólares por día más gastos, alquila una miserable oficina en la parte pobre de la ciudad, lo golpean con la culata de su propia pistola y lo mejor de todo: recibe un billete de cinco mil dólares –un cuadro de Madisson– y no lo gasta. Marlowe es, ante todo, un moralista en el sentido melancólico de la palabra. 

Mientras esperaba esa pieza que no llegaría nunca, seguía pedaleando por las calles de Kreuzberg llevando pedidos insólitos. Empecé a prestarle más atención a ciertos patrones que se repetían cada día y también a memorizar el nombre de las calles. Eso me evitaba la búsqueda engorrosa en Google Maps. Ya sabía que a cierta hora tal o cual calle iba a estar transitada; sabía que los semáforos solían ser engañosos y no debía jugar al límite. Pero lo que más me llamó la atención fue un viejo con los pelos tremendamente blancos como el marfil de los elefantes, enfundado en un buzo de lana oscura, escuchando algo en una radio conectada a unos auriculares con cable que le daban cierto aire vintage. Estaba, cada vez que lo veía, leyendo un libro muy gordo, que por momentos parecía que iba a caérsele al piso, con unos anteojos redondos muy pequeños para su cara, casi pegados contra la hoja, buscando la posición adecuada para leer y que siempre terminaba por ser el cruce de piernas. El Viejo –como lo apodé–, era como una versión vapuleada y algo cómica de León Tolstoi; ese conde ruso que a sus casi ochenta años había abandonado todo título nobiliario para irse a vivir como zapatero a una chacra perdida en algún pueblo perdido de la interminable estepa rusa. El Viejo, que alternaba con una pasividad algo nerviosa las diferentes paradas de ómnibus de una reconocida avenida de Berlín, me daba la impresión –no solo la impresión sino la certeza casi absoluta– de que estaba leyendo una novela que ese otro viejo había escrito unos ciento cincuenta años atrás y que había hecho transcribir a su mujer Lucía unas siete u ocho veces, de modo que podríamos decir que prácticamente fue la coautora. Me encargué, en mis sucesivos viajes en bici, de inventarle un pasado. Lo imaginaba siendo el hijo rebelde de una acaudalada familia y que había caído en desgracia luego de perder su parte de la herencia en algún pésimo negocio inmobiliario. Posiblemente ya no se hablaba con sus hermanos y sus padres estaban muertos. Hasta imaginé que podía llegar a ser un novelista, famoso en su tiempo, y que el alcohol o alguna droga lo hubiese arruinado y que el sistema capitalista lo había terminado por expulsar a vivir en los márgenes de la sociedad aunque seguía conservando ese toque intelectual y sagaz que le permitía seguir siendo refinado aún en la más absoluta indigencia y de cuando en cuando algún lector de sus libros lo reconocía y le compraban un plato de comida o le daban diez euros.

Hay un punto clave en la novela donde ambas historias que parecían independientes entre ellas, se mezclan. Marlowe descubre unas notas que Roger Wade escribe cuando está al borde del delirium tremens. Están escritas de formas elípticas y muy herméticas: como un folletín, como un sueño, como una verdad cifrada. El detective intuye que hay algo más; algo que no huele bien y que ciertas personas están tratando que no salga a la luz. Para él, Terry Lennox no mató a su mujer y luego se suicidó en un hotel Otatoclán. Sabe que Wade lo sabe y es por eso que empieza a pasar más tiempo con él, buscando que en algunas de sus tantas recaídas en la bebida o en algún momento que lo encuentre con la moral baja, algo, aunque sea apenas, se vislumbre. Casi no vuelve a su departamento y duerme en la habitación de huéspedes. Nada es gratuito y es por eso que las presiones empiezan a ser más notorias. Todos quieren que el caso se mantenga cerrado, incluso el padre de la difunta: Harlan Potter. Chandler muy sagazmente le pone rostro y pinta de cuerpo entero a los encargados de manejar el amperímetro de la ciudad y pone en funcionamiento toda esa maquinaria invisible. El resultado es toda una cadena de palizas y asesinatos: como si ya hubieran estado allí en forma latente, los actos preparatorios habiendo sido ya cometidos, la mezcla de sustancias químicas yuxtapuestas esperando solo el elemento que debe añadirse o quitarse para que se desencadene la reacción prevista e ingobernable. Este elemento es la llegada del detective, que da vía libre a las casusas predeterminadas, haciéndolas encenderse y explotar al contacto con el aire exterior.

Una noche ya casi estaba por dormirme cuando recibí un mail de una muchacha diciéndome que tenía un departamento entero para mí: pieza, cocina, baño y un pequeño comedor.  Mi mente empezó a proyectar más de lo que hubiera querido y no me hice muchas preguntas. Por suerte mis amigos que me alojaban me hicieron dar cuenta que era una estafa.

– Es un scam. Un chanta de internet – dijo David mientras se echaba al lado mío.

-¿Vos decís? A mí me parece bastante real – dije.

-No transfieras un solo peso a ningún lado. Ni se te ocurra. 

-Me dijo que lo hiciéramos a través de un agente de Airbnb. Si fuera un chanta no lo haría por ahí.

-¿Cuándo escuchaste que hay agentes de Airbnb que te muestran departamentos? Además mirá, acá te está diciendo que vive en Holanda hace diez años y nunca más volvió a Alemania. Es scam, estoy seguro.

-No pongas un euro si no viste el departamento y menos si no tenés la llave – dijo Natalí desde la pieza.

Efectivamente era una estafa. Gracias a ellos me salvé de perder unos dos mil euros. Estaba igual que al principio. Para animarme, me dijeron que podía quedarme todo lo que quisiera en su casa. Era muy difícil encontrar departamento en Berlín. El negocio estaba monopolizado por dos o tres empresas y ni siquiera Marlowe podría hacer nada. Hasta entonces seguiría durmiendo en el sillón del living, limpiando casas y andando en bicicleta eléctrica. 

Estaba sentado en la punta del sillón y me dolía muchísimo la cabeza aunque no me importaba en absoluto. Afuera había empezado a llover. Era una lluvia ligera que pegaba diagonalmente contra los edificios. La única luz encendida era una pequeña lámpara en el living. En ese momento solo deseaba una cosa. Era un deseo tonto y banal: que el agua no mojara las páginas de una novela.

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