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Lenguas peligrosas

Por Federico Ternavasio

Cuenta Lázaro Flury en el Tomo II de su libro “Hombres, hechos y cosas” que en 1946 fundaron, él y sus amigos, un Centro Esperantista en San Jorge. El grupo se reunía en la escuela a estudiar esperanto, la lengua auxiliar creada a fines de 1870 por el oftalmólogo polaco Lázaro Zamnehof.

El esperanto se proponía ser una lengua que, si bien era manufacturada (no era una lengua natural), podía servir como lengua “universal” para que la gente de distintos pueblos se comunique entre sí. No quería reemplazar a ninguna lengua, sino solamente proveer una forma neutral de comunicación fácil de aprender y usar. A su vez, al ser una lengua que no pertenecía a ningún Estado, no iba a causar disputas nacionalistas, algo que a la vez era simpático a los grupos anarquistas de todo el mundo.

Cuando el comisario de San Jorge de por aquél entonces se enteró de las reuniones esperantistas, citó a Flury a “comparecer ante las autoridades”. Según Flury, el comisario lo acusó de estudiar y promover un “idioma comunista”. Como el esperanto había sido creado por Zamnehof, que era polaco, y como para el comisario “polacos y rusos son iguales”, entonces, el esperanto era un idioma comunista. Luego se les imputó también la poco probable posesión de bombas para dinamitar la iglesia y la Sociedad Italiana.

Flury y compañía estuvieron cinco días encarcelados en Sastre por reunirse “en forma sospechosa” y estudiar un peligroso “idioma comunista”. Las lenguas, parece, tienen un poder muy importante.

En nuestra vida hay momentos donde la lengua es transparente, ni siquiera notamos que existe. De tan natural que nos es vivirla, no la vemos. Y por momentos se vuelve opaca. Algo hace que dejemos de ver al otro lado de la ventana y prestemos atención al vidrio que nos separa del afuera.

Desde hace unos años, el debate sobre el llamado “lenguaje inclusivo” o “no binario”, aparece como una pintada con aerosol sobre ese vidrio y convoca opiniones de toda talla y calibre sobre la lengua. Pero ¿Qué es? El lenguaje inclusivo es una acción que grupos pertenecientes al movimiento feminista y al de las disidencias sexo genéricas, realizan para intervenir sobre las lenguas de distintos países del mundo. El objetivo es poner en evidencia la presencia de esas personas (mujeres y disidencias) en un mundo y una lengua que históricamente las ha invisibilizado.

Quienes replican esa acción sin pertenecer a esos movimientos, lo hacen a modo de visibilizar esa demanda o posicionarse a favor de ella.

En nuestra región, esa intervención tiene tres formas posibles: una más bien tímida, que intenta generar rodeos en la lengua para no decir algo solamente en masculino; una un poco más visible, que duplica las palabras para incluir varones y mujeres, el famoso “todos y todas”, algunas veces escrito como “todos/as” o “todas/os”; y una tercera, que interviene en la lengua misma, utilizando la “e” en la oralidad, como en “todes”, y diferentes grafías en la escritura, que pueden ser también la “e” o bien la “x” o el @. Por ejemplo, en este texto que usted está leyendo, usé una combinación del primer tipo de intervención, usando mucho “las personas”, en vez de otras opciones, y luego la “x” en algunos casos más cruciales.

Esta práctica tiene muchos años, pero en Argentina se vuelve un tema de discusión cuando alguna figura política o mediática dice o hace algo respecto a ella. Como ocurrió recientemente cuando el gobierno porteño prohibió el uso del lenguaje inclusivo en las aulas, y en consecuencia otra vez estamos hablando sobre este tema.

La bibliografía sobre el lenguaje inclusivo y sus problemas asociados es prácticamente inagotable, ya que investigadorxs de todas las latitudes están produciendo conocimientos nuevos cada día sobre estos temas. Pero no son discusiones nuevas. Ocurre que, al menos desde fines del siglo diecinueve, con la llegada de inmigrantes de diferentes nacionalidades al país, la lengua se volvió un tema importante. Para colmo, una porción de esos grupos inmigrantes, venían con ideas de revolución en los bolsillos.

Por ejemplo, cuando lxs anarquistas empiezan a publicar en Rosario en la última década del siglo XIX, escriben sus artículos en italiano y en castellano. Al poco tiempo los movimientos de izquierda de la época empiezan a discutir sobre la posibilidad de adoptar una “notación universal” para comunicarse, como aquel “peligroso” idioma que quiso estudiar varios años después Flury en San Jorge.

Como los grupos anarquistas ya desde fines del siglo XIX estaban compuestos en alguna medida por mujeres, y luego también grupos exclusivamente de mujeres fundaron periódicos e impartieron discursos masivos, apareció el problema: cómo interpelar a hombres y mujeres por igual, en una lengua que parece invisibilizar la porción femenina (y todo lo que no sea masculino) en el auditorio.

Un ejemplo rescatado por la investigadora Laura Fernández Cordero en su libro “Amor y anarquismo” muestra lo temprana de esta preocupación. Es el caso del anarquista René Chaughi, autor de un folleto donde enfatiza la doble condición de explotación de la mujer (subordinada del patrón y subordinada del marido), titulado “La mujer esclava” y publicado en 1907.

Entre otras cosas Chaughi señala que ese “desdén” hacia las mujeres “se refleja hasta en el lenguaje”, donde “para significar todos los seres de nuestra especie” nombramos a “el hombre, los hombres, la humanidad”, dando a entender que “la mujer está comprendida también a título inferior, y por lo mismo ni se la nombra”.

No es casual que en el mismo período los intelectuales conservadores de la época comenzaran a discutir sobre la importancia de la “lengua nacional”, y la necesidad de defenderla frente a la inmigración.

El lenguaje humano es, según indican algunas teorías lingüísticas contemporáneas, una competencia (en el sentido de competente, no de competir) que tenemos todas las personas. Según donde hayamos nacido y crecido, esa competencia adoptará una forma particular. Este conocimiento es el que me permite detectar que “Buen día, ¿cómo le va?” es una oración posible en mi variedad lingüística, pero no “Le cómo, ¿día va buen?”. Nadie me enseña positivamente esto, sino que adquiero mi variedad por estar en contacto con ella en el lugar donde se desarrolla mi infancia.

Pero a la vez que el lenguaje es una competencia que, según parece, está ubicada en nuestra mente, el uso que hacemos de él ocurre socialmente, y el modo en que esto ocurre se intenta regular a través de ciertas instituciones. Y esas acciones van moldeando cierta forma “correcta” de la lengua. Se establecen normas del estilo “no se dice” esto o aquello. Por más que el conocimiento que tengo sobre mi propia variedad de la lengua me diga otra cosa, y aunque la gente de mi comunidad lo use y lo entienda sin problemas, las instituciones me retan y me reclaman: está mal decir “la Moni” o “la Chere”, no debe colocarse el artículo ante nombres propios.

Frente al lenguaje inclusivo o no binario, suele haber una actitud escandalizada: “¡quieren deformar el idioma!”. La lengua parece ser algo muy natural e impoluto que gente malintencionada quiere intervenir.

Pero en realidad, no conocemos la forma de nuestra lengua más que por medio de las intervenciones que sobre ella ha hecho el Estado. ¿Por qué hablamos tan parecido a otras personas de nuestro extenso territorio, y menos parecido que a personas cruzando la frontera? Porque el Estado, a través de sus instituciones, impulsa una estandarización del idioma oficial, a la vez que borra otras lenguas, como las de los pueblos originarios, e impide la posibilidad de cambios aislados.

Porque la lengua, históricamente, se constituyó como una de las patas fundamentales de la identidad nacional. La lengua, en su aspecto social, es terreno de disputa. Si aceptamos esa idea de que nunca existe la lengua “sin intervenciones”, quedamos invitados a discutir e intervenir en ella según lo veamos apropiado.

La intervención que significa el lenguaje inclusivo busca justamente volver opaco un pedacito del idioma que suele pasar desapercibido. Aquél que asume un auditorio masculino donde quizás haya menos varones que mujeres y disidencias.

La lengua y el lenguaje parecen tener algún tipo de poder. Ciertas instituciones quieren regular el idioma, y a su vez insisten en que son las únicas fuerzas legítimas para regularlo. ¿Será esta una forma de apropiarse de algo que es de todxs? ¿Tendrá algo que ver con ese poder del lenguaje?

Algo que era optativo (nadie obliga a nadie a utilizar el lenguaje inclusivo) se prohibió. Su prohibición, está claro, tiene que ver más con lo estrictamente político que con la gramática o la lengua. Permitámonos, entonces, con lxs anarquistas, los feminismos y las disidencias, politizar lo que queramos politizar del lenguaje, e intentemos reapropiarnos de sus poderes. En la vereda de en frente, las fuerzas conservadoras siempre lo hicieron.

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