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Sin ilusión de realidad

A propósito de las crónicas de Clarice Lispector, acaso la escritora brasileña más original del siglo XX

Por Santiago Alassia

Según se sabe, James Joyce intentó solapar la esquizofrenia de su hija Lucía hasta que, forzado por la evidencia, visitó a Carl Gustav Jung para hacerle una consulta. Se dice que Joyce le llevó varios manuscritos pertenecientes a Lucía, también escritora y, como el padre, solitaria incurable. Joyce habló largamente con el doctor Jung, le dijo, más o menos, cosas como “mi hija escribe como yo, está atrapada por el océano del lenguaje, su escritura es como la mía.” A lo que Jung contestó: “sí, pero allí donde usted nada, ella se ahoga.”

Bien. ¿Qué tiene que ver esto con Clarice Lispector, más allá de que, al igual que Joyce, era una excelente nadadora? En principio, podría señalarse como dato fundamental que Lispector, no habiendo leído a Joyce sino hasta bien avanzada su obra, aprendió sola a bracear en el océano enloquecedor de las palabras, y, huérfana literaria, allí donde Lucía se ahogaba, ella consiguió mantenerse a flote.

Siendo niña, los periódicos le rechazaban sistemáticamente sus colaboraciones, destinadas a la sección infantil, alegando que sus textos no narraban nada sino que eran un puro amontonamiento de impresiones, de sensaciones dispersas y más o menos caóticas.

Desde los rudimentos de la intuición literaria, la pequeña Lispector ya estaba librando una guerra sin tregua hacia las formas, los géneros y las estructuras. Se sabe que, con el tiempo, su obra logró abrirse paso y llevar al extremo su obcecado esfuerzo por diluir la realidad.

Allí están sus novelas para atestiguarlo, sobre todo “La pasión según G. H.”, ese torbellino lúcido y terrible en donde, a cada paso, se vuelve imposible situar un marco de referencia. Lo único que sabe el lector es lo siguiente: G. H., una mujer de clase acomodada, abre un ropero en su casa y ve una cucaracha gorda, pesada. La mata. A continuación, la toma entre sus manos y se la come.

A partir de allí, la escritura se mueve abriéndose y cerrándose continuamente, se abanica, rodea sin apresar, deviene sin construir. No se trata de una torpeza ni de un fluir automático, sino de una fuga constante. Como surcos que se dejan inacabados a propósito, para que aquel que desee internarse pueda decidir la forma del camino. Desear y decidir: dos instancias espejo de la experiencia de la escritura.

Mirando al sesgo

En 2007, bajo el título “Revelación de un mundo”, el sello Adriana Hidalgo publicó en castellano las crónicas que Lispector había escrito semanalmente, entre 1967 y 1973, en el Jornal do Brasil. En 2010, este inmenso cuerpo textual se completó con la edición de “Descubrimientos”, que reúne las crónicas inéditas escritas durante el mismo período.

Lejos del hermetismo de su escritura de ficción, estas misceláneas ofrecen la posibilidad de encontrarse con el “laboratorio Lispector”, es decir, con la instancia en la que oficio, pensamiento y forma confluyen de manera espontánea para dar un pincelazo inmediato de la captación de alguna realidad o sensación. Son, en su gran mayoría, textos breves, enfocados sobre asuntos mínimos, incluso triviales, aunque con una asombrosa capacidad de indagación. A nivel temático, abarcan desde el oficio de escribir, por supuesto, hasta el uso y la función de las malas palabras en el teatro, pasando por el insomnio, la máquina de escribir, la existencia de Dios, los sueños, sobre cuándo llorar, sobre el llanto bueno y el llanto malo, sobre una calle vacía vista de noche, desde un taxi, a la que Lispector se abstiene de describir y que le provoca una experiencia de la que sale “fecundada”, sobre la casa de Doña Pupu, su profesora de piano en la infancia.

Hay una, titulada “Un pollito”, que resume y condensa todo esto de manera magistral. Dice lo siguiente: “Uno de mis hijos compró un pollito amarillo. Qué pena que da. Se siente en él la falta de madre. El susto de haber nacido de la nada. Y ningún pensamiento, sólo sensaciones. ¿Será que va a crecer? Este parece que sí. Y sin embargo yo querría que no: ¿Cómo tener en un apartamento un gallo o una gallina? ¿Matar y comer? Lo que se cría no se mata. Es sólo esperar y dar de comer, y darle amor a través del calor de las manos.”

Se dice que Lispector era una mujer a la que no le gustaba hablar, de allí su reticencia ante las entrevistas. Claro, prefería escribir, que no es lo mismo; más bien lo contrario.

Si hay una definición que podría caberle a Lispector, es ésta: una de las pocas escritoras que comprendió profundamente que escribir es la mejor manera de estar en silencio.

Pero para escribir no basta con callarse sin más. Hay que nadar en el lenguaje, esa materia lábil, inasible, en la que pocas cosas se ven con tanta claridad como la barrera que separa a los artistas de los locos, a los que pueden nadar de los que se ahogan.

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