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Juana Azurduy: la mujer de la revolución anticolonial

En honor a su nacimiento, el martes se conmemoró el Día de la Confraternidad Argentino-Boliviana. Una guerrera mujer, mestiza e indígena que peleó por la libertad

Por Manu Abuela

En el marco del 242º aniversario del nacimiento de Juana Azurduy, realizamos un breve repaso por su vida, haciendo foco en aquellos eventos y circunstancias que fueron forjando sus ideales, sus sentires y su accionar, tan disonante para una joven “señorita” de su época.

Juana nació el 12 de julio de 1780 en Toroca, una pequeña población cercana a Chuquisaca, Potosí, en lo que hoy se conoce como Bolivia, que por aquel entonces pertenecía al Virreinato del Río de la Plata. Su mamá, chola, Eulalia Bermúdez y su papá, blanco propietario de tierras, Matías Azurduy, tenían un buen pasar económico.

No fue hija única, ya que tuvo un hermano llamado Blas, quien falleció con sólo 15 años. En aquella sociedad conservadora no tener un hijo varón significaba para los padres de Juana el fin de su apellido y de su prosperidad, ya que no había un heredero que pudiese continuar las actividades económicas de la familia (las mujeres no tenían ese derecho, en las leyes coloniales sólo era heredero el hijo varón mayor). Por eso, sus padres intentaron tener otro hijo, pero consiguieron que llegara al mundo Rosalía, la hermana mejor de Juana.

Ya sin esperanzas de tener un hijo varón, Matías educó a su hija mayor con ciertas “libertades de hombre”, en una sociedad patriarcal. Le enseñó a andar a caballo al galope, viajaban juntos. También compartiendo las tareas de trabajo en el campo con pobladores originarios, dialogando con ellos en lengua quechua (que sabía por su madre), aprendiendo su sabiduría ancestral, compartiendo con ellos hasta sus ceremonias religiosas.

Ir más allá

Juana, desde pequeña, pudo ir más allá de los roles de género asignados a los sexos, convirtiéndose en una experta jineta, en una laboriosa trabajadora de la tierra y en una más del pueblo.

De forma repentina, a la edad de 7 años, ella y Rosalía quedaron huérfanas y sus tíos, Petrona Azurduy y Francisco Días Vayo, quedan a su cuidado, también administrando las propiedades de la familia.

Petrona veía a Juana y la notaba distinta al resto de las niñas católicas de la sociedad conservadora chuquisaqueña del momento. Por eso, la catalogaba de “indeseable y muy difícil de controlar”. Y en un arrebato por intentar dominar ese espíritu rebelde, contrató a un tutor para que la instruya, enseñándole a “ser una señorita”, recibiendo enseñanzas tanto académicas como hábitos y de comportamiento social.

Pero esa estrategia no dio resultado y Petrona envió a Juana a un convento, el de Santa Teresa, en Chuquisaca. Sin embargo, los intentos de su tía para adoctrinarla y convertirla en monja no funcionaron, ya que el encierro hizo que Juana se peleara reiteradas veces con la Madre Superiora, a tal punto de expulsarla a sus 17 años.

Compañero de vida

De vuelta en la hacienda paterna, en Toroca, vio cómo maltrataban a los indígenas que trabajaban tanto en sus tierras como en las minas del Potosí. Pronto, las ideas de Voltaire y Rousseau comenzaron a calar hondo en ella, empapada de su admiración por Juana de Arco, lo que acrecentó sus deseos de salir a batallar para la emancipación de su pueblo de la explotación colonial, convirtiéndose en una aliada del Movimiento Revolucionario Indígena.

Ahí, en ese momento de su vida, se reencuentra con su vecino y amigo de la infancia, Manuel Ascencio Padilla, quien se convertiría en su compañero de vida, casándose en mayo de 1799, cuando Juana tenía 19 años.

Abandonando la escuela realista de derecho, Padilla se unió al movimiento independentista que está gestando Juana, enamorándose de su seguridad, fortaleza y sinceridad.

En 1809 participan juntos, Azurduy y Padilla, de la Revolución de Chuquisaca, el levantamiento popular que logró la destitución del presidente de la Real Audiencia de Charca. También fueron protagonistas de la Revolución de Cochabamba, un año después, que fue sofocada y donde comenzó el acoso para toda la familia, que terminó en la confiscación de todos sus bienes, incluyendo las tierras. Juana y sus hijos, cuatro hasta el momento (Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes) debieron esconderse en la ciudad ya que tenían pedido de captura.

Pero, como en una película, la persona que les ofrecía refugio los delató y los aprisionaron en una hacienda vigilada por el ejército godo, para así atemorizar a Padilla. Lo que no sabían los realistas es que debían cuidarse de Juana, ya que derrotó a los guardias que los custodiaban, asesinándolos, y huyó junto a sus hijos ayudada por tres caballos que robó en la fuga.

Dando batalla

Juana estuvo un tiempo escondida con sus cuatro hijos, lejos de las milicias rebeldes a pedido de su esposo, quien quería que se quede al cuidado de los hijos. Pero por mucho que intentó, Azurduy no lo resistió: dejó a los pequeños al cuidado de cuidadores de confianza, de origen cholo, y se unió con el Ejército del Norte para realizar las expediciones al Alto Perú con el objetivo de combatir al ejército realista, como también lo hicieron otras mujeres, alrededor de 200, que combatieron junto a ella.

Pero en un refugio en Tarabuco, en las alturas, sus hijos mayores murieron, producto de la malaria y la mala alimentación. Posteriormente, Juana dio a luz a Luisa, su quinta hija, rodeada de pobladoras originarias.

Sin embargo, los acontecimientos en su vida personal nunca la alejaron de la lucha, sino todo lo contrario: mientras peleaba en el campo, también llevaba por dentro sus propias batallas. A la muerte de sus hijos mayores le siguió la del mismo Padilla, quien dejó su vida al salvarla de una bala en 1816. Organizó una expedición para robar la cabeza de su compañero que estaba exhibida como trofeo de guerra por los realistas en la plaza de La Laguna.

Nada la detuvo, y llegando a estar al frente de un ejército de más de 10 mil milicianos, los triunfos bélicos de Azurduy le valieron el reconocimiento como teniente coronel por parte de Manuel Belgrano. “Ella no conocía otra vida que la lucha y el combate. Por eso no había tiempo para los lamentos, y poco después de la muerte de Padilla se sumó a las huestes de Martín Miguel de Güemes”, escribió Pacho O´Donnell en su libro.

Últimos días

Aunque hubiese podido quedarse en la cómoda posición hogareña, criando a sus cinco hijos en su casa, sirviendo a su marido cuando llegaba de la guerra, en la propiedad de sus padres, Azurduy se corrió de ese destino previsible y batalló. Y por eso fue perseguida con particular saña por sus contrincantes leales a España: por ser mujer, mestiza e indigenista.

Juana peleó, además, porque toda su familia la acompañó y la apoyó. Todos dejaron su vida porque creían que la independencia era necesaria para que termine el dolor y la esclavitud para su pueblo.

Pero a pesar de todo su sacrificio y entrega, sus últimos años de vida no fueron de gratitud por parte del Estado que la tuvo en sus primeras filas, batallando al frente. Todo lo contrario. Cuando volvió a Chiquisaca con su hija menor, nadie la recibió y sus propiedades habían sido confiscadas. Quedaban algunas pocas hectáreas, en manos de su hermana Rosalía, que sus tíos paternos habían podido preservar. Sólo pudo rescatar una pequeña casa en Cullco.

Así, fue reducida a la indigencia. Unos pocos años recibió una pensión otorgada por el mismísimo Simón Bolivar, quien alguna vez dijo “este país no debería llamarse Bolivia en mi homenaje, sino Padilla o Azurduy, porque son ellos los que lo hicieron libre”.

El 25 de mayo de 1862, en la fecha donde se conmemora la revolución, a los 81 años de edad murió la “mujer revolución”, sumergida en la pobreza. El reconocimiento llegó más de 100 años después. Recién en el año 2009, fue ascendida a Generala del Ejército Argentino y Mariscal de la República Boliviana.

Flor del Alto Perú

Cuentan los lugareños que allá, en los valles y montañas bolivianas, aún se escucha el galope de su caballo. Es que esas pisadas, tan fuertes, abrieron camino hacia la libertad. En una sociedad de elite conservadora, desde que aprendió a caminar, su papá le enseñó a andar a caballo y nunca se bajó. Hasta embarazada de sus hijes lideró, espada en alto, ejércitos enteros. Rompió filas realistas y partió cabezas prejuiciosas.

Reivindicarla hoy como teniente coronel es necesario, porque nos ayuda como sociedad a pensar que las mujeres siempre tuvieron un rol importante en la historia y que naturalmente no están predispuestas a maternar o llevar una vida hogareña, sino que fueron relegadas a ese lugar. Lo decía la negra Sosa, en la cueca escrita por Félix Luna y compuesta por Ariel Ramírez, “No hay otro capitán, más valiente que tú”.

Entre los bustos de bronce de los héroes de la patria, el de Juana clama su lugar y el de todas aquellas que batallaron con ella, en el mismo campo de batalla y en otros. “El español no pasará. Con mujeres tendrá que pelear. Quiero formar en tu escuadrón y al clarín de tu voz atacar. Truena el cañón, préstame tu fusil que la revolución viene oliendo a jazmín”. Azurduy nos muestra que los espíritus rebeldes, indómitos también se encarnan en cuerpos de mujeres.

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